Las oportunidades que dejamos pasar sin cogerlas, sin agarrarlas al vuelo cuando están ante nosotros. Por miedo, por la duda, la incertidumbre. Y solo con el paso del tiempo, de los años, de los cambios vitales, solo cuando nos paramos un momento, poniendo pausa al ajetreo de nuestras vidas, de nuestra contante rutina que se sucede como las horas de un reloj que marcan siempre las mismas horas, de días que nunca más vuelven a ser los mismos, manillas silenciosas que pasan desapercibidas, para que no nos damos cuenta de su paso. Los años pasan en forma de gramos imperceptibles que solo son visibles cuando se convierten en kilos, segundos que solo pesan cuando se transforman en horas, y las horas en días, y los días en años. Y los años solo se hacen visibles en surcos en la piel, en cambios de trabajo, de pareja, de casa, en la pérdida de oportunidades, de energía.
Solo en ese momento en el que sentimos el peso de un instante en nuestros hombros, cuando miramos a nuestro alrededor y todo sigue tan igual y tan diferente. Los fotograbas de las vidas que dejamos atrás nos resultan aun tan nítidos, pero demasiado lejanos. El ayer ya nunca será un hoy. Y el mañana se conforma de esos hoy que se suceden cambiantes sin cambios.
Solo en este instante entendemos que esas oportunidades no volverán. Pero solo si nos damos cuenta de esto y hallamos dentro de nosotros esa última pizca de valentía que nos queda, seremos capaces de coger al vuelo las siguientes oportunidades. Al fin y al cabo, lo bueno que tiene la vida es que todo es una oportunidad constante de cambio, de movimiento. Como ese reloj de arena que no deja de moverse, de reiniciarse constantemente. Así es el paso del tiempo, de la vida, un movimiento imperceptible del que todos somos partícipes y protagonistas.
Becca Lago